La educación ha sido a lo largo
de la historia un elemento central para reproducir la cultura y también el
poder. Primero en manos de la Iglesia,
poco a poco fue pasando bajo el control del Estado conforme fueron tomando
fuerza las ideas de la ilustración y, más tarde, el positivismo y el
liberalismo. Ha existido una lucha de
siglos para arrebatar el poder a las monarquías y a la Iglesia. En América, la independencia no fue una “revolución
popular”, sino que se dio ante una pugna entre criollos oligarcas que veían
limitado su campo de acción en la política y el comercio. Aun después de la independencia, las
desigualdades continuaron. Los indígenas,
mestizos y negros no tenían acceso a la educación, no tenían tierras y eran en
general explotados.
Los ideólogos de la independencia
abrazaron las ideas ilustradas de igualdad, aunque quizás más para lograr sus
objetivos que por realmente emancipar a las clases populares. Ese no era su objetivo. Las nacientes repúblicas necesitaban un norte
común, consolidar un Estado, un proyecto de país, una identidad. Para ello, se sirvieron de las ideas del
positivismo, “orden y progreso”, y de la filosofía de Spencer, “evolución”, “darwinismo
social”, y centraron su mirada en el Norte (Europa y Estados Unidos). La educación se expandió, con la idea de
lograr un proyecto unificado en torno a la “razón”. Hubo oposición a la Iglesia y se le restó
poder.
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